| viernes, 11 de diciembre de 2009 h |

Antonio González es periodista del diario ‘Público’

Tengo la suerte, o la desgracia, de vivir en pleno centro de Madrid. Con la llegada de tan señaladas fechas, tan llenas de luces de colores como vacías de contenido, se multiplican los actos de fraternidad y agasajo. Como todos sabemos, el sector sanitario es uno de los más pródigos en la convocatoria de tales festejos, al margen de crisis y de cuál sea la evolución del gasto farmacéutico o de las listas de espera. El caso es que, aprovechando una de las ventajas de vivir en el centro, cuando acudo a alguno de estos saraos navideños, que suelo disfrutar cuando puedo y a los que no tengo nada que objetar, suelo volver andando a casa. Y ahí empieza el otro sarao, que tiene más de callejero y menos de hospitalario. Y es que, de un tiempo a esta parte, cada vez veo más y más mendigos en la calle. No sé hasta qué punto la crisis tiene que ver, que imagino que sí, pero el caso es que en Madrid son ya una legión. Suelo verlos casi siempre solos, aunque en ocasiones se reúnan en grupos para pasar la noche, casi siempre alcoholizados, desamparados, pocas veces violentos, y, en muchas ocasiones, o me atrevería decir que en la mayoría, víctimas de algún tipo de patología mental.

Por eso, cuando los veo en estas noches de saraos (de día suelen pasar más desapercibidos), me acuerdo de la siempre prometida y nunca cumplida mejora de los servicios de salud mental. Acto seguido, pienso que, más allá de las declaraciones, los planes y las buenas intenciones, algo falla, y algo importante, para que tengamos nuestras calles llenas de pacientes sin atender, y que demandan asistencia urgente. Siempre se habla del estigma del enfermo mental, un tema además que permite quedar bien tanto al que lo trata como al que se interesa por él, pero en realidad solemos ocultar hasta qué punto funciona ese gran prejuicio. Nadie en su sano juicio dejaría de ayudar a la víctima de un infarto en plena calle, y más en la dichosa Navidad, pero somos capaces de pasar día tras día, año tras año, junto a personas que sufren graves patologías sin mover un dedo para denunciarlo.

Los periodistas no somos médicos (por mucho que algunos lo parezcan), ni especialistas de salud mental, pero a veces tenemos la posibilidad de transmitir ideas, o deseos en este caso que, quién sabe, igual pueden convertirse algún día en realidad de la mano de aquellos que pueden movilizar los recursos suficientes para hacer que algo cambie. No voy a entrar, ni sabría hacerlo, en el debate sobre si la reforma psiquiátrica estuvo bien hecha o sobre qué modelos de asistencia habría que poner en marcha, sólo afirmo que tener a pacientes por las calles sin asistencia es una vergüenza para una sociedad desarrollada, y me permito expresar humilde pero firmemente mi deseo de que esto cambie cuanto antes.