Sergio Alonso es redactor jefe de ‘La Razón’
Aunque puede sonar a una simple boutade, o a un mero brindis al sol, el Gobierno dispone aún de margen suficiente para reducir el gasto farmacéutico generado fuera de los hospitales y para contener al mismo tiempo la hiperfrecuentación de las consultas de atención primaria en toda España. Una de las herramientas para hacerlo son las llamadas especialidades farmacéuticas publicitarias (EFP), medicamentos que en nuestro país no han terminado de eclosionar y cuyo mercado se encuentra en franco retroceso por culpa de la crisis y de la falta de iniciativas públicas que inciten su consumo a gran escala entre la población. Hablar de EFP es hacerlo de autocuidado de la salud, lo que significa potenciar un uso eficiente de los recursos sanitarios, especialmente relevante en estos tiempos de grave crisis económica. Dicho en plata: resulta absurdo que por simples catarros los pacientes acudan en masa, como están haciendo, a los saturados centros de salud, cuando tienen a su disposición fármacos que pueden aliviar sus síntomas en cualquier botica de España y disponen además del asesoramiento específico de su farmacéutico a la hora de adquirirlos. Su utilización, en definitiva, equivale a una mayor eficiencia y a un ahorro de recursos que no lleva aparejada merma alguna de las prestaciones ciudadanas. Ante tales argumentos, contra los que nadie puede alegar objeción consistente, el Ministerio de Sanidad y las comunidades autónomas deben intervenir al unísono. Se trata de simple sentido común.
Urge un plan público para elevar progresivamente la cuota de mercado de estos fármacos hasta que llegue, al menos, al 20 por ciento del consumo total de especialidades, como ocurre en otros países de la UE. Un plan que incluya campañas masivas que informen objetivamente al público sobre la utilidad terapéutica de estos productos y su ventaja a la hora de ganar un tiempo que también cuesta dinero: el que se ahorraría acudiendo a la farmacia en lugar de a la atención primaria. Campañas que también vayan dirigidas al médico y le convenzan de que el medicamento sin receta es un aliado para su trabajo que en absoluto le va a restar soberanía sobre el enfermo.
El plan debe abarcar más líneas de actuación: las listas positivas han de desaparecer para que cualquier fármaco sin receta sea publicitario y deje de financiarse, pues no tiene sentido que, por ejemplo, la Administración mantenga bajo el paraguas de la financiación pública algunos paracetamoles que, a su vez, compiten con otros no financiados, lo que desincentiva el consumo de estos últimos. El efecto sería una igualación de precios que conduciría a una menor frecuentación de los recursos sanitarios y a una mayor afluencia a las farmacias. El plan debe tener, además, a estas últimas como centro del sistema, pues las EFP no dejan de ser medicamentos con posibles contraindicaciones que han de dispensarse por personal especializado y desde un lugar que merezca el calificativo de dispositivo sanitario. Con las EFP nadie pierde y sólo existen ventajas. No se comprende que ninguna autoridad sanitaria no haya caído aún en la cuenta.
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