| viernes, 20 de mayo de 2011 h |

Antonio González es periodista del diario ‘Público’

Con algo de retraso sobre lo previsto, la ministra de Sanidad, Leire Pajín, llevó por fin al Consejo de Ministros del pasado día 13 la Ley de Muerte Digna, uno de los proyectos estrella del Gobierno para el tramo final de una legislatura, un periodo, por cierto, que se adivina bastante agitado. La norma, que en realidad se llama Ley reguladora de los derechos de las personas ante el proceso final de la vida, refuerza los derechos de los pacientes terminales y los de sus familias y trata de que instrumentos como el testamento vital o el consentimiento informado adquieran toda la importancia que merecen en la práctica clínica. En el primer caso se trata de que el documento de voluntades anticipadas tenga una utilidad real en todo el territorio nacional, y en el segundo de que el consentimiento, más allá del mero trámite burocrático que es hoy para defender al médico, represente un verdadero acto de información para el paciente, de forma que éste tenga también capacidad para elegir entre las distintas alternativas que se presenten.

El anuncio de la ley vino seguido por una polémica suscitada desde las filas más ultraconservadoras, tratando de ver en los propósitos del Gobierno una voluntad de dar vía libre a la eutanasia que en realidad no existe en el proyecto de ley. Y no solamente no existe, sino que a primera vista la ley apenas introduce elementos nuevos frente a la Ley de Autonomía del Paciente de 2002, que sí es cierto que pecaba de poco precisa en algunos aspectos. De hecho, no falta quien piensa, en el sector y fuera de él, que se trata de una norma meramente estética acompañada por otras aún más estéticas, como la Ley de Salud Pública, presentadas para dar imagen de actividad legislativa de aquí a las próximas elecciones generales.

No digo yo que no haya habido ciertos elementos de oportunidad política a la hora de plantear esta ley, pero desde luego no es un proyecto vacío, aunque se quede corto en algunos aspectos. Es cierto que finalmente, y quizá por la actual coyuntura económica, no ha incluido elementos como el permiso laboral para los familiares de personas terminales, y también es cierto que se ha perdido una nueva oportunidad (la anterior fue en 2004) para plantear de una vez por todas el debate de la eutanasia. Pero la ley tiene una gran virtud, que es la de reforzar los derechos de los pacientes y, al mismo tiempo, salvaguardar a los profesionales que en los últimos años, desde el ‘caso Montes’, se han retraído a la hora de aplicar sedaciones a los pacientes que las necesitaban. Según han advertido los médicos intensivistas, desde 2005 miles de pacientes han muerto con más angustia o dolor del que hubiera sido necesario por aquella nefasta actuación de la Comunidad de Madrid. Quizá a partir de ahora las cosas sean distintas y el proceso de muerte se pueda afrontar también con la dignidad que cualquiera se merece, tenga su médico las creencias que tenga.