| viernes, 17 de septiembre de 2010 h |

Antonio González es periodista del diario ‘Público’

Los médicos ya no son lo que eran, todo el mundo lo sabe. Desde los tiempos de nuestros abuelos, su prestigio ha ido perdiéndose paulatinamente como se diluye un azucarillo en el agua, un agua compuesta en este caso por un curioso cóctel formado por diversos ingredientes. El apabullante avance de la tecnología sanitaria, y especialmente de las pruebas diagnósticas; el incremento de la cultura de la población en materia de salud; la proliferación de los profesionales sanitarios hasta alcanzar una cobertura universal; y la generalización del acceso a Internet, son algunos de los elementos positivos que han arrebatado al médico la autoridad de antaño. Pero también hay factores negativos que han ido socavando su prestigio, como el mercantilismo que se ha impuesto en la asistencia sanitaria (sobre todo en ciertas comunidades autónomas), las prisas, las listas de espera, las cartillas de pacientes excesivas, la excesiva medicalización de la asistencia, la precariedad laboral o el auge imparable de la medicina defensiva, sin olvidar, claro, el atrevimiento propio de la ignorancia de muchos pacientes que se creen catedráticos en la materia.

Este caldo de cultivo ha terminado en una atmósfera donde los médicos que no cumplen las expectativas de los exigentes pacientes se la juegan y, desposeídos de su antigua aura de autoridad, se convierten en blanco fácil para los desaprensivos, que no dudan en insultarles, primero, y golpearles después, si no les recetan tal o cual medicamento que creen que necesitan o les dan un alta laboral inoportuna. Los datos hablan por sí solos, y son preocupantes. Según las estadísticas del Colegio Oficial de Médicos de Madrid, las agresiones a facultativos se han incrementado en un 175 por ciento desde 2002. Es decir, que casi se han triplicado en ocho años. Afortunadamente, sólo una de cada cuatro agresiones se convierten en ataques contra la integridad física del profesional sanitario, aunque no cabe duda de que, poco a poco, las cosas seguirán empeorando si no se toman medidas.

Muchos médicos no son unos santos, es cierto, pero en su inmensa mayoría son profesionales dedicados a su labor que no se merecen semejante trato por aquellos cuya salud tratan de salvaguardar. También es cierto que hay pacientes desesperados por mil situaciones injustas, y atenazados por males estructurales de sistema como las listas de espera inacabables o la falta de información en momentos críticos, pero eso no justifica en ningún caso la agresión, aunque en ese momento el médico sea la cara visible de una organización deficiente. Concedamos incluso que haya médicos que se merezcan un sopapo por su ineptitud o por una negligencia de fatales consecuencias, pero ser condescendientes con sus agresores por sus circunstancias sería como serlo con los violentos de toda clase y condición que seguro que aducen esta y otras razones para sus actos; las cárceles están llenas de ellos. Por ello, se hace más necesario que nunca endurecer las sanciones a aquellos que se atreven a atentar contra quienes son la fachada de una sanidad pública que ya recibe bastantes palos desde los despachos de aquellos que se consideran llamados a salvarla y garantizar su futuro.