| viernes, 18 de septiembre de 2009 h |

Antonio González

es periodista del diario ‘Público’

Tengo un amigo al que la cocaína le ha destrozado la vida. Aunque tiene 40 años, en muchas cosas es como un niño. No es capaz de disponer de su propio dinero, no puede beberse ni una caña para evitar que se le despierte el deseo irrefrenable por consumir, está medicado de forma casi permanente y todavía no puede desarrollar un trabajo de forma normalizada, pese a llevar dos años en terapia. Tras muchos años de consumo, su salud mental tampoco es ni será nunca la que era. Tardó demasiado en buscar ayuda para dejar de esnifar cocaína porque nunca pensó, hasta que alguien no se sentó con él y se lo dijo con crudeza, que tenía un serio problema de adicción.

Tenía un familiar muy cercano que era fumador empedernido desde niño. Además de bronquitis crónica, tuvo que ser intervenido poco después de los 50 años de una obstrucción arterial periférica causada por el tabaquismo, que requirió de la implantación de un bypass y estuvo a punto de costarle la amputación de ambas piernas. Tras recuperarse, y en contra no ya del consejo sino de las órdenes de su médico, siguió fumando. Cinco años después sufrió un amago de infarto. Su médico atribuyó el evento al hábito tabáquico y le advirtió de que estaba al borde de la muerte si seguía con su paquete diario, pero él siguió fumando. A diferencia de mi amigo adicto a la cocaína, mi familiar adicto a la nicotina sabía de sobra que tenía un problema, pero siguió fumando hasta que, unos meses después, falleció mientras dormía de un infarto atribuido al tabaco. De nada sirvieron los consejos de su médico y sus seres queridos, ni tampoco los miles de euros gastados por la sanidad pública, es decir, por todos nosotros, para tratarle. A diferencia de mi amigo, que está vivo aunque su vida sea todavía un desastre, mi familiar ya no puede plantearse si tiene o no un problema, porque está muerto. A diferencia de mi amigo, cuya adicción sólo perjudicaba su salud, mi familiar se pasó la vida, sin ser consciente, haciendo fumar involuntariamente a las personas con las que convivía.

Además del amigo que tengo y del familiar que tenía, tengo también una ministra de Sanidad, Trinidad Jiménez, que ha decidido cambiar la ley para erradicar el tabaco de los bares y restaurantes, donde los fumadores todavía pueden perjudicarse a sí mismos y obligar a los demás a tragarse el humo, quieran o no. Esta ministra ya ha sido criticada por la medida, anunciada además cuando se le viene encima una buena con la anunciada epidemia de gripe A, pero parece decidida a seguir adelante porque se trata de una cuestión de salud pública. Y tiene razón. Todo lo demás, como las consideraciones económicas o los supuestos derechos de un colectivo de adictos que no saben reconocer que tienen un problema, es secundario.

Mi amigo, que también está tratando de dejar de fumar, y yo mismo, se lo agradeceremos. Mi familiar, que sería uno de los que la criticaría con dureza, ya no podrá hacerlo.