| viernes, 25 de junio de 2010 h |

Antonio González es periodista del diario ‘Público’

En estos días la austeridad está de moda. Parece que mientras que el resto de los países avanzados está saliendo de la crisis, España sigue en el hoyo, lastrado por su tasa de paro, una losa que nos hace caer una y otra vez, y de la que parece imposible despegarnos, cual Sísifo con su piedra eterna. Acostumbrados a los ciclos de cuatro años que marcan las legislaturas, políticos y ciudadanos nos hemos acostumbrado a afrontar las dificultades con medidas cortoplacistas, aunque a ningún responsable político o gestor que se precie se le cae de la boca eso de hablar de medidas estructurales, pactos de Estado o tonterías semejantes.

Con la actual crisis empeñada en no salir de España, todo lo que se les ocurre a nuestros mejores cerebros del mundo de la política y la economía se resume en lo de siempre: que aquellos que más contribuyen en relación con su renta, es decir los trabajadores por cuenta ajena, paguen más. A esta gran clase media, que paga todas las fiestas sin terminar de estar invitada en ninguna, le recortan derechos como la indemnización por despido improcedente mientras le suben la luz, el IVA, la gasolina y ahora, por qué no, la sanidad. No en vano el fantasma del copago sigue sobrevolando nuestro sistema sanitario cada vez con más insistencia. Sin embargo, a la hora de tomar medidas realmente estructurales, cuyos resultados no se limiten al mero y simplista ahorro a corto plazo, las cosas ya no son tan sencillas, y todo es objeto de polémica.

Una buena prueba de ello es lo que le está costando a la ministra de Sanidad y Política Social, Trinidad Jiménez, poner en marcha su reforma de la ley antitabaco, una reforma que nunca hubiera sido necesaria tan pronto si la ley hubiera sido concebida desde el principio con la valentía necesaria. A este respecto basta con poner sobre la mesa un dato: la semana pasada el Comité Nacional de Prevención del Tabaquismo, todo un demonio para el lobby tabaquero, hacía una estimación de que ni más ni menos que el 15 por ciento de los 100.000 millones del presupuesto sanitario anual está relacionado con el diagnóstico y el tratamiento de las enfermedades relacionadas con el consumo de tabaco.

Y todavía hay quien, como ha hecho el PP, pone pegas a la reforma porque no se tramita como proyecto de ley, lo que exigiría una memoria económica que detallara el impacto que va a tener la implantación de una medida para el erario público y la economía en general. Si en este caso la reforma legal fuera acompañada de una memoria económica real, que no sólo contabilizara los gastos que van a tener que asumir inevitablemente los hosteleros y el sector tabaquero sino también, y justo en el sentido contrario, el beneficio y el ahorro que supondrá a medio y largo plazo para el sistema, obviando la innegable mejora de la salud, todo sería distinto. Pienso que igual lo que le hace falta a la reforma no es una memoria, sino más bien una antimemoria económica que nos detalle, por si alguien aún no lo sabe, no el coste sino el beneficio de conseguir de una vez que el tabaco sea realmente algo residual en España.