| viernes, 18 de diciembre de 2009 h |

Antonio González es periodista del diario ‘Público’

El consenso está siempre en boca de los responsables políticos, sean del signo que sean. “Es bueno que haya consenso para esto, es bueno que haya consenso para lo otro, trabajamos en aras del consenso…”. Sin embargo, hay veces en que poner esta palabra mágica en la boca de todos aquellos que tienen intereses en un determinado asunto no sólo está fuera de lugar, sino que además perjudica a la sociedad en general. Y una de estas veces es cuando hablamos de salud pública y, no nos engañemos, pocas cuestiones conciernen tanto a la salud pública hoy en día como el tabaquismo.

Por todo esto, cuando la ministra de Sanidad, Trinidad Jiménez, habla de alcanzar el máximo consenso antes de abordar la reforma de la ley antitabaco de 2005, hay que tener cuidado con sus palabras. Es cierto que debe haber un acuerdo de fondo sobre las condiciones del endurecimiento de la ley, y que sería bueno alcanzar un acuerdo con la hostelería y otros sectores implicados en las formas y en los plazos. Pero el espíritu de fondo de la reforma, dirigido a erradicar para siempre el tabaco de los espacios públicos cerrados, no debe nunca ponerse en duda.

Un auténtico dirigente político con eso que se llama altura de miras debe ser capaz de ver más allá de la coyuntura actual. Obviando, si fuera posible, la paradoja de que un Estado dé el visto bueno a la venta legal de un producto que no causa más que enfermedad y muerte a sus ciudadanos y que encima se lucre con ello, el Gobierno debe mirar más allá de la conflictividad que pueda causar una medida de este tipo y proceder sin contemplaciones.

No hay que olvidar que está en juego no sólo la salud de los fumadores, que ya se la juegan bastante, y algunos por cierto muy a su pesar, sino también el derecho de los no fumadores a disfrutar de espacios públicos libres de humo nocivo. Por ello, hay que olvidarse de medias tintas como permitir a los bares seguir vendiendo tabaco, aunque esa mercadería suponga una parte de sus ingresos. No en vano, el no saber llegar hasta el fondo de la cuestión fue precisamente lo que condenó al fracaso a la ley de 2005 en el sector de la hostelería.

Uno de los argumentos empleados por la hostelería es que el cliente tiene asociado el tabaco a algunos de sus productos, como el café, y que prohibir su consumo acabará causándoles un quebranto económico. También muchas personas que antes fumaban en su puesto de trabajo han dejado de hacerlo por imperativo legal y, que yo sepa, no ha habido por ahora ningún muerto por ese motivo, sino más bien al revés. En el caso de los bares no tiene por qué ser distinto. El que quiera fumar lo va a tener muy sencillo: con salir a la calle, asunto solucionado. Por muchas quejas que profieran los adictos a la nicotina, seguro que su salud mejora, quieran o no.

Es cierto que las posturas totalitarias no suelen conducir nunca a nada bueno, pero como todo en la vida hay excepciones a la norma, y el tabaco es una de ellas. Ya es hora de ver esta adicción como lo que es: una lacra para la salud y la sociedad. Palabra de ex fumador.