| viernes, 13 de mayo de 2011 h |

Antonio González es periodista del diario ‘Público’

Causó bastante revuelto la semana pasada la carta enviada por David Taguas, presidente de la asociación que agrupa a las grandes constructoras, al consejero de Sanidad de Madrid, Javier Fernández-Lasquetty. Como es bien conocido en el sector, el que fuera director de la Oficina Económica de José Luis Rodríguez Zapatero recordaba al consejero en la misiva todos los incumplimientos contractuales en los que, a su juicio, ha incurrido la Comunidad de Madrid con las concesionarias de siete de los nuevos hospitales que Esperanza Aguirre ha dejado en manos de la iniciativa privada. En resumen, Taguas amenazaba con el “colapso” de las concesiones si la Comunidad de Madrid no les paga 80 millones de euros adicionales que considera que les debe y aumenta el canon anual en otros 9,2 millones.

No voy a entrar aquí en disquisiciones sobre quién tiene razón, o sobre si alguna de las partes se ha pasado las cláusulas de los contratos por las tumbas etruscas. Trataré una cuestión más sutil, que a muchos lectores de este periódico les parecerá sin duda ingenua, y posiblemente con razón. Me refiero al tono de la carta, a su literalidad y, sobre todo, a su lenguaje. No dudo de que los términos expuestos sean los apropiados, pero las palabras comunican muchas cosas. Cuando uno lee una carta donde se habla de “constructoras”, “grupos empresariales” de “liderazgo global”, “rentabilidad del accionista”, “activo financiero”, “concesión inviable” o “bancos financiadores”, uno puede pensar en muchas cosas, pero no en sanidad pública.

Cuando se lee como un drama que las constructoras temen, y así lo ponen incluso en negrita, “una reducción de la rentabilidad del accionista del 11,22 por ciento al 7,61 por ciento”, y al mismo tiempo le echan en cara al consejero que sufren “un notable perjuicio económico” porque, sorpresa, resulta que ha actividad asistencial de los hospitales es mayor de lo previsto, cabe pensar que algo no se está haciendo bien al poner en manos de empresas privadas un bien que es de todos.

Sin ánimo de demonizar a la iniciativa privada, que tiene un importante papel en el ámbito sanitario, como en todas las esferas de la sociedad, los razonamientos de estas empresas dejan ver con claridad meridiana cuál es su razón de ser: obtener beneficio económico para mejorar la rentabilidad de sus accionistas. Resulta tan obvio que una constructora no tiene interés real en mejorar la salud de la población como que el objetivo de la Comunidad de Madrid con este tipo de contratos no es otro que ir hacia una privatización progresiva de la sanidad pública donde no haya pacientes, sino clientes. Bien, es una idea defendible desde el ámbito neoliberal.

Pero hay que defenderla a las claras para que los ciudadanos elijan si quieren seguir siendo pacientes en un modelo sanitario público, universal y equitativo que busca mejorar su salud al margen de dividendos, o si prefieren ser clientes de empresas privadas que buscan en primer lugar, legítimamente, engordar la rentabilidad de sus accionistas a costa de un dinero público que debería reinvertirse en los propios pacientes. Aunque luego las habitaciones sean preciosas.