Pablo Martínez, periodista e historiador
La cosa no está bien, ni para la farmacia española ni para el conjunto del Sistema Nacional de Salud, que en estos momentos se encuentra prácticamente en bancarrota. Con los consejeros de Sanidad de las comunidades autónomas tratando de articular cómo pagarán las nóminas y la factura de las recetas de septiembre en adelante, con los créditos del actual presupuesto agotados y sin opciones sencillas para su ampliación. Los dos reales decretos leyes aprobados recientemente por el Gobierno central han aliviado ligeramente esa situación, pero en absoluto la han resuelto. Lo lamentable es que el sector farmacéutico español ha sido agredido y expoliado en aras a sostener un modelo de Sistema Nacional de Salud que no da más de sí, que tiene acumulada una deuda superior a los 20.000 millones de euros y que, lógicamente, será necesario reinventar.
El Sistema Nacional de Salud fue definido en unos tiempos de bonanza económica y casi pleno empleo. Las transferencias del Insalud (que es el gestor central) a las comunidades autónomas nivelaron la situación, acercaron la Administración sanitaria a los usuarios e incrementaron el gasto. La situación ahora es muy distinta, y aunque en el Estado de las autonomías, con continuas convocatorias electorales, nunca es el buen momento, ha llegado la hora de pararse a pensar cómo y con qué los españoles nos pagamos el sistema público sanitario.
Si esos políticos que no hacen sus deberes hubieran preguntado al sector farmacéutico, antes de desmocharlo inútilmente con reiterada persistencia, desde los sectores más sensatos y constructivos, los que son capaces de readaptarse a todas las situaciones, les habrían dicho: saquen de la prestación farmacéutica pública las moléculas que tienen presentaciones en medicamentos publicitarios; prioricen la financiación de terapias siendo más solidarios con las más agudas y las de mayor cronicidad y potencien los genéricos de manera efectiva. Decirlo, los agentes implicados lo habían dicho. Sin embargo, no les escucharon, no les escuchan y nadie se acuerda de limitar esa oferta que pregona el llamado ‘café con leche (e incluso una de churros) para todos’ mientras a los hosteleros se les bajen los precios y se les curte a descuentos.