| viernes, 19 de noviembre de 2010 h |

Marta Ciércoles es periodista del diario ‘Avui’

Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. La dieta mediterránea goza desde hace unos días de un estatus que reconoce mucho más que los beneficios que este patrón alimentario supone para la salud y que muchos estudios científicos ya han demostrado con creces. La Unesco ha reconocido una forma centenaria de relacionarse socialmente y con el entorno. Una forma de producir, de transmitir conocimientos de generación en generación y de incorporar nuevos productos. Una forma de vivir que, paradójicamente, se encuentra en crisis, sin encontrar la manera de encajar en plena era de la globalización. Porque nunca la dieta mediterránea había sido tan valorada internacionalmente y, a la vez, tan dejada de lado en el día a día en buena parte de los países donde nació y evolucionó. El riesgo de que este patrimonio —tan inmaterial que, verdaderamente, nos pertenece a todos los que tenemos el privilegio de vivir alrededor de este Mediterráneo— se convierta en una mera tendencia elitista, de la alta gastronomía y de los círculos gourmet, es algo que urge evitar. No sólo por cuestión de salud, que por sí sola ya es una razón de peso, sino por respeto a lo que somos y a nuestra herencia colectiva.

La declaración de la Unesco debe servir para proteger ese patrimonio y para devolverlo a la vida cotidiana. Tal como afirma el presidente de la Fundación Dieta Mediterránea, el doctor Lluís Sera-Majem, hay mucho por hacer si no queremos acabar renunciando a una forma de vivir y enviándola a un moderno museo interactivo. El reconocimiento internacional ha de ser aprovechado para hacer promoción mundial de nuestra dieta y de nuestros productos, de acuerdo. Pero ésa es sólo una parte. La otra tarea, devolver la dieta mediterránea a la mayoría de hogares, es mucho más difícil y necesaria.

España, Italia, Grecia, Malta…, países que enarbolan su esencia mediterránea, presentan hoy por hoy las mayores tasas de sobrepeso infantil de Europa. En nuestro país, son muchos los adolescentes que raramente han visto cocinar a sus padres, que nunca han ido a comprar a un mercado y que sólo conocen las croquetas de la sección de congelados. En pocos años nos hemos cargado la herencia de nuestros antepasados y estamos pagando un alto precio en salud y, seguramente, también en infelicidad.

Es cierto que el actual ritmo de vida no pone las cosas fáciles. Para muchas familias planificar la compra y los menús semanales, ir al mercado o cocinar son actos que se han convertido en una molestia. El argumento económico también es esgrimido con frecuencia como justificación del alejamiento de la dieta mediterránea. Pero si la falta de tiempo y el estrés (sobre todo el que soportan las mujeres doblemente trabajadoras) son realidades evidentes, la cuestión económica suena más a excusa, ya que es posible comer de forma saludable sin echar la casa por la ventana. En todo caso, la clave está en analizar cuál es nuestra escala de prioridades y en decidir si queremos que entre ellas esté la de invertir en salud y, por qué no, también en sencillos placeres.