| viernes, 01 de julio de 2011 h |

Marta Ciércoles es periodista del diario ‘Avui’

Hace un mes, cuando el presidente de la Conferencia Episcopal Española, el cardenal de Madrid, Antonio María Rouco Varela, hizo una valoración que podía interpretase como positiva del anteproyecto de la llamada ley de muerte digna, la primera impresión fue que algo no encajaba. Rouco aseguró públicamente que no creía que la futura norma abriese la puerta a la eutanasia, aunque admitió que era una conclusión a la que había llegado a partir de los informes de sus colaboradores, ya que reconoció que no había leído personalmente el texto. Algunos respiraron aliviados, aunque por poco tiempo.

Un mes después, la Conferencia Episcopal ha hecho pública una declaración contraria a la ley con los argumentos que, en realidad, eran de esperar desde el principio. Donde dije digo, digo Diego y ya tenemos otra llamada a la desobediencia. Evidentemente, la Conferencia Episcopal cumple su papel, pero mientras algunas de las razones que esgrimen para oponerse a la norma pueden ser discutibles en una sociedad democrática, existen otras, especialmente las referidas a la necesidad de encontrar “el sentido oculto del dolor y la muerte”, que deberían reservarse para los sermones desde el púlpito.

Desde luego que se puede debatir sobre la mejor manera de garantizar que la aprobación de una ley de estas características no permita los excesos ni las prácticas abusivas. También se puede hablar sobre el derecho a la objeción de conciencia de los profesionales. Pero a estas alturas está fuera de lugar cuestionar a quién pertenecen nuestras vidas. Algunos católicos creen que el único propietario es Dios, pero la mayoría de ciudadanos, también muchos católicos, pensamos y sentimos que nuestra vida es eso, nuestra. Y ya que en vida no siempre podemos decidir cómo vivirla, al menos, que nos dejen decidir cómo acabarla.

Y créanme, la mayoría de los ciudadanos, señores de la Conferencia Episcopal, no queremos ser mártires y queremos marcharnos de este mundo sin padecer más dolor y, sobre todo, sin causárselo a nuestros seres queridos. Si tanto valoran el sufrimiento como experiencia vital, ¿qué sentido tiene para ustedes la medicina, algo tan antinatural como el intento humano de sanar el cuerpo para evitar la muerte y el dolor? Quizá haya quien vislumbre demagogia en el planteamiento, pero ésta es la pregunta que me hago cada vez que la Iglesia (en realidad, una parte de ella) vuelve a oponerse a que los ciudadanos podamos decidir sobre algo tan íntimo como nuestra muerte

La supuesta legalización encubierta de la eutanasia a la que apunta a Conferencia Episcopal pone en duda, además, la ética y el compromiso de los profesionales sanitarios. Ellos más que nadie saben distinguir cuándo la medicina no puede ofrecer nada más que la prolongación del dolor. Si ya no confiamos en su buen hacer, no nos queda más que recurrir al Espíritu Santo. Médicos y enfermeras llevan años intentando mitigar el sufrimiento y regalando muertes dignas. Los familiares lo saben y, por mucho que les pese a los miembros de la Conferencia Episcopal, lo agradecen de corazón.