Un miedo injustificado a la contribución de la industria en su educación puede ser pernicioso
| 2011-07-08T19:29:00+02:00 h |

Jordi Faus y Juan Suárez son abogados de Faus & Moliner

Hace unos meses el Consejo de Colegios Farmacéuticos de Castilla y León se hacía eco de un dato ciertamente inquietante. Al parecer, más del 70 por ciento de los medicamentos que se adquieren a través de Internet podrían ser falsificaciones del producto original. El porcentaje exacto es, en todo caso, lo de menos. El riesgo para la salud que suponen estos productos, elaborados vaya usted a saber cómo y con qué, y que en el mejor de los casos no producirá el efecto terapéutico buscado, justifica por sí solo una acción firme y contundente de los poderes públicos.

Las autoridades españolas, junto con otros actores del sector, están haciendo sus deberes y han puesto en marcha campañas informativas para concienciar a los ciudadanos sobre los riesgos que puede suponer adquirir estos productos a través de la Red. El problema radica en que Internet no entiende de fronteras, por lo que un abordaje eficaz tiene que pasar necesariamente por la implementación de estrategias conjuntas por parte de todos los socios comunitarios. La reciente aprobación de la Directiva 2011/62/UE del Parlamento Europeo y del Consejo supone un paso importantísimo en esta dirección. Entre otras medidas, contempla que los medicamentos incorporen dispositivos de seguridad que garanticen su autenticidad, e impone a los operadores que vendan medicamentos a través de la Red, en aquellos Estados miembros en los que esta práctica resulte legal, la obligación de obtener una autorización especial y de incorporar a su página un logo que los identifique como un proveedor autorizado.

Sin embargo, ¿no olvidamos las raíces del problema? Estamos ante un ‘negocio’ muy lucrativo, como demuestra el hecho de que se hayan detectado más de 28 webs que vendían medicamentos en España de forma ilegal, por lo que es evidente que existe una gran demanda de este tipo de servicios, incluso en los países europeos más desarrollados. Y cuando un consumidor medio razonablemente bien informado no parece ser consciente de los riesgos que conlleva la automedicación con productos de prescripción, especialmente cuando se adquieren fuera de los canales autorizados, no podemos concluir que algo no está funcionando del todo bien en nuestra actual política de información. El problema presenta aristas, y no conviene caer en análisis simplistas, pero un factor que contribuiría a esta situación serían las excesivas restricciones que se imponen a la industria y que le impiden proporcionar una mínima información al ciudadano sobre los beneficios y riesgos potenciales de sus productos de prescripción.

Es verdad que las autoridades sanitarias han creado plataformas de información al ciudadano, con mayor o menor éxito, pero una consulta impulsada por la Comisión Europea en el 2008 puso de manifiesto que estos canales resultaban a todas luces insuficientes, y que ello contribuía a consolidar una tendencia creciente a buscar este tipo de información en páginas poco fiables de la Red. Al limitar los canales donde el ciudadano puede encontrar información contrastada allanamos el camino a estos nuevos piratas de la salud, que estarán encantados de ofrecer todo tipo de reclamos y un acceso fácil al producto al ciudadano poco informado. Bienvenidas sean, pues, las nuevas medidas, pero no olvidemos que un ciudadano bien informado es la mejor baza para combatir esta lacra, y que un exceso de paternalismo o un miedo injustificado a la contribución de la industria en su educación pueden ser igualmente perniciosos.