La comunicación de lo que ocurría durante la crisis de la COVID-19 por parte de las instituciones de todos los países del mundo fue un desafío de enorme complejidad. En primer lugar, por la falta de conocimientos de las propias autoridades, pero sobre todo por la facilidad que tienen las redes sociales para extender noticias falsas o inexactas en un momento de falta de certezas y desconocimiento. 

Los farmacéuticos tuvieron que convertirse en una fuente de información de confianza por su proximidad y atención al ciudadano. Asumieron la responsabilidad de explicar cómo protegerse frente al virus y evitar la confusión de los pacientes. Muchos de ellos acudían con dudas razonables, pero también con un desconocimiento por tratamientos o productos que habían visto en internet, como consecuencia de la lógica de consumo de las redes sociales, donde todo el mundo puede leer mensajes sin verificar su procedencia o su veracidad. La rapidez de la difusión también influye de manera decisiva. Estas circunstancias generan un desconcierto que puede tener como resultado, por ejemplo, que un determinado medicamento se agote, o que una mala práctica acarree graves consecuencias para la salud.

Peter Guthrey, de la Asociación de Farmacéuticos de Australia, explicaba en su ponencia durante el Congreso Mundial qué es lo que habían llevado a cabo para facilitar la mejor información posible y evitar el desconcierto en la población. Ellos veían cómo el Gobierno, durante las ruedas de prensa diarias, utilizaba las redes sociales para llegar a quienes no podían seguirlas en directo, pero no era suficiente frente al alud de publicaciones que circulaban. Por ello, llegaron a acuerdos entre las farmacias y la administración con el objetivo de facilitar información veraz a todas las personas que desconocían las normas o las medidas sanitarias. El Gobierno enviaba resúmenes y datos actualizados a las boticas para que que las farmacias tuvieran información precisa y de código abierto con la que poder responder a los ciudadanos. 

En esta pandemia de desinformación, paralela a la de la COVID-19, se sumó una proliferación de páginas y plataformas que comerciaban con medicinas y suministros falsos. Las farmacias se vieron en la obligación de luchar contra ambas. Para lograrlo, comenzaron a proporcionar información fiable, con especial énfasis en redes sociales. Respondían consultas, enviaban boletines por correo electrónico, compartían publicaciones fiables o detectaban los bulos que se difundían por internet y los ponían en conocimiento de las autoridades. Con la meta de ser percibidas como fuentes seguras y, de esta manera, poner en valor la evidencia científica. 


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